Fueron días felices, era tan encantador. Un hombre despierto y optimista, alegre, simpático, de esos que siempre tienen una sonrisa dispuesta en los labios. Era tan dulce que a su lado parecía que siempre fuera noche de verano con luna llena. Poseía esa delicadeza clásica que se nos supone a las mujeres, pero él, siendo un hombre, resultaba de lo más atractivo. Y tenía la ventaja añadida de un erotismo impulsivo, duro, salvaje, casi violento. Resultaba irresistible oírle pronunciar palabras apasionadas, distorsionadas, que se mezclaban con gemidos de placer. Era, además, un estupendo conversador.
Tantas eran sus virtudes que me llevó un año percibir la dirección exacta del peligro. Empezó a creerse, no sé por qué razón, que él estaba en la absoluta posesión de la verdad. De pronto empezó a comportarse de una manera extraña. Había algo que se repetía, una manía absurda que empezó a erosionar mi pasión por él. Me parecía increíble que un hombre tan inteligente incurriera en ese error o que me menospreciara tanto. Decidí pasar a la ofensiva y explicarle lo que me inquietaba un día que estábamos tumbados en la terraza.
--¿Porqué no me hablas? ¿qué significa eso que haces con tus dedos? ¿es el símbolo de la victoria?
--Podría serlo, pero no lo es. Significa "dos". A partir de ahora, siempre que me digas las cosas más de una vez, te lo indicaré con este símbolo.
--¿¡Como¡?
--Que no necesito que me digas, expliques o cuentes las cosas más de una vez. Aunque no lo creas, yo lo percibo todo, y cuando necesito repeticiones las solicito.
--Pero yo no soy redundante. No sé qué te pasa ahora ¿a qué viene esa tontería?
--¡Ah¡ ¿Que es lo que ocurre entonces? ¿quizás es que soy idiota?
--No digo que seas idiota.
--Pues es una suerte, porque si yo no soy idiota y tú no eres redundante, entonces nunca más me verás hacer esta señal. Me quitas un peso de encima.
Algo empezaba a ir mal; muy mal. Estábamos viendo la tele y si le avisaba de que en otro canal ponían una buena película en media hora, mis palabras quedaban en el aire, abortadas. Quince minutos más tarde volvía a repetírselo como si no hubiera dicho nada o como si él nunca se hubiera enterado, y entonces él elevaba su mano en silencio y formaba la uve con los dedos. Yo le manifestaba mi asombro, pero no servía de mucho. Al día siguiente, tras llegar del trabajo, le anunciaba que Chema, un compañero suyo, había llamado desde la oficina. Él ni se inmutaba. Durante el almuerzo, volvía a recordárselo y él dejaba de comer, soltaba el tenedor para obsequiarme con el símbolo prometido.
Yo estaba desconcertada. Nunca he sabido qué presunción lleva a ciertas personas a caer en esas contradicciones: pues él repetía ese gesto continuamente y convertía, gracias a la reiteracíon obsesiva, una interesante información en una verdadera molestia. En mis relaciones hablar lo menos posible de cosas intrascendentes siempre ha sido un deseo natural. Por eso aclarar, perder el tiempo sobre conceptos ya explicados, me ha parecido siempre el colmo de lo absurdo. Así que me sentía fuera de lugar. No entendía nada. No sabía que nos estaba pasando.
Poco a poco, gracias a mis escasa repeticiones y sus reiteradas indicaciones, la tensión fue creciendo hasta el día en que todo, definitivamente, se aclaró.
--No me hagas más esa señal. No lo soporto.
--No me repitas más las cosas. Imagina que soy inteligente.
--A veces no lo pareces.
--Se trata de imaginarlo. En eso consiste.
--¿Y si no puedo?
--Si no tienes imaginación, no es mi problema.
--Bueno, dejando la imaginación a un lado, te voy a decir lo que pienso. Y no te molestes en hacer ninguna señal porque no te lo voy a repetir: Eres un completo gilipollas, un tarado, ¡eres un imbécil¡ ¡¡Eres una Puta Mierda¡¡