No hace la codicia que suceda lo que queremos,
ni el temor que no suceda lo que recelamos.
Francisco de Quevedo
Hasta la fecha había engañado a todo el mundo. Últimamente llevaba una vida muy activa, sobre todo viajando… Nunca había dado un palo al agua. Pero ahora había creído encontrar lo que necesitaba: el camino hacia una vida regalada y llena de placeres.
Se miró en el espejo y sonrió al ver su propia imagen reflejada en el cristal. Era, sin duda, un hombre afortunado, pensó mientras se ajustaba al cuello una elegante corbata y se contemplaba con la arrogancia de un dios del Olimpo. Comenzaba para él una nueva vida. Por fin, había conseguido llegar donde quería; otro escalón hacia la riqueza y el bienestar: ser eurodiputado. En su partido era muy respetado, se habían tragado la píldora que él les había hecho tomar. Ahora tenía treinta y seis años, medía un metro ochenta. Su cuerpo estaba esculpido como el de un atleta, su rostro podía ser el rostro de cualquier modelo masculino. Y creía poseer una inteligencia privilegiada. En su juventud, cuando siendo todavía estudiante formuló sus revolucionarias teorías sobre los saltos cuánticos del tiempo. Había caído en sus manos un libro. “El mundo y sus demonios” de Carl Sagan. Era en aquellos tiempos en que su anhelo sólo era su ansia de poseer cosas no materiales, como el saber; su codicia por la sabiduría, era más que un pecado una virtud.
Por su atractivo físico tuvo la oportunidad de hacer un pequeño anuncio para la publicidad de su partido. Fue un éxito y su ego se hinchó de una manera tan exponencial que desde su propio partido empezó a ser envidiado. Además pudo darle unas buenas mordidas al saco sin (con) fondo-s destinado a protocolos y gastos de representación. Fue entonces, cuando en un almuerzo de trabajo conoció a Susana. Una chica guapísima hija de un banquero de renombre. La propuso matrimonio alegando que se había enamorado perdidamente. Y francamente lo que más le atrajo de ella era, no ya la intuición, si no la certeza de que estaba forrada. Ahora llevaban cinco años casados. Tampoco es que Susana le amara profundamente, pero aceptó. Y se casaron por comodidad, por la costumbre que impera en este país de que los solteros son sospechosos de algo.
--Tú sabes, Narciso, que mi hija es una mujer adorable, y no me importaría lo más mínimo que desarrollases un deseo vehemente y exagerado de poseer riquezas y bienes materiales. Quiero que te pongas al día en las cotizaciones bursátiles, que disfrutes como yo de las exageradas ganancias de las eléctricas. De momento ya estoy tirando de los hilos… para que cuando dejes la política entres en esos grupos de consejeros de administración. Tendrás a tus disposición tarjetas opacas que podrás usar con total impunidad. Podrás viajar a donde quieras, enseñar el mundo a Susanita para que disfrute contigo de la vida.
--Sí, papá, ya sabes que soy un alumno avispado. No te defraudaré.
Y Narciso empezó a traspasar sus redes morales, fue cayendo en el pozo del egoísmo y sintió como una pasión criminal lo embargaba. Llegó un momento que sintió como si una sangre nueva corriera por sus venas que lo enardecía… Se sentía ya un hombre tocado por la poderosa ambición de la codicia…
--Jajajajaja ¡Cómo disfruto siendo codicioso!
Y si dicen que esto es malo ¡Me gusta ser malo!
¡Jajajaja! ¡Jajajaja! ¡Jajajaja!
Y ríe y ríe con una risa que ya no parece la suya, sino la del peor de los malvados. Y disfruta tanto que hasta se le caen las babas…
La música de su móvil suena de pronto y le devuelve bruscamente a su realidad.
--Cari, que no te olvides, que hoy te toca a ti ir a recoger al niño al colegio.
--Claro, claro, no me olvido. Claro que no. Tranqui, cariño.